18 de diciembre de 2018

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El pasado viernes, el diputado regional del PSOL (Partido Socialismo y Libertad), Marcelo Freixo, comparecía ante los periodistas en la Asamblea Legislativa de Río de Janeiro para comentar la noticia publicada por el diario O Globo, un día antes, en la que se decía que su vida podría haberse acabado el sábado. La Policía de Río había descubierto que unos milicianos, grupos paramilitares integrados por expolicías que controlan las actividades ilegales en los barrios pobres, planeaban matarlo. Si dicha acción no se hubiera descubierto, podría haber sido el segundo político de visibilidad asesinado en la ciudad en menos de un año en Brasil: en marzo, la edil Marielle Franco, también de ese mismo partido de izquierdas, fue fusilada en plena calle junto con su chófer en una de las áreas más populares del centro. Un crimen que, hasta la fecha, sigue sin esclarecerse.

La rueda de prensa convocada por el político llegó en una semana especialmente simbólica: el mismo día que se cumplían nueve meses de la brutal ejecución de Marielle y cuatro después del 70º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y, también, en un contexto de creciente preocupación ante un posible escenario de mayor vulnerabilidad a partir del año que viene, con la llegada al poder Jair Bolsonaro, un presidente de extrema derecha que declaró, poco antes de ganar las elecciones, que hacía falta “ametrallar a la petralhada”, en alusión a los simpatizantes del izquierdista PT [Partido de los Trabajadores].

Las amenazas contra Freixo son la punta del iceberg y se extienden no solo a otras figuras públicas, sino también a las que actúan alejadas de los focos, principalmente en el campo, con la defensa de la Reforma Agraria, de los derechos indígenas o de los recursos naturales. Según los datos de Front Line Defenders, que utiliza datos de la ONG brasileña Comissão Pastoral da Terra, el país sudamericano está entre los más mortíferos para los activistas: 60 de las algo más de 300 ejecuciones que se produjeron en todo el mundo en 2017 corresponden a Brasil. Una cifra solo comparable a la de Colombia, México o Filipinas. “Lo de Marcelo Freixo es como si todo eso se coronase hoy. Aún no hemos logrado esclarecer la muerte de Marielle y ahora tenemos una amenaza a una persona directamente vinculada a ella”, argumenta Eliana Sousa, activista y fundadora de la ONG Redes da Maré.

Freixo, que hace diez años presidió en la Asamblea de Río una investigación contra las milicias, ha sido elegido diputado federal este año. Actuará en Brasilia con escolta de la policía legislativa y espera seguir contando con su escolta personal, proporcionada por la Secretaría de Seguridad de Río desde hace 10 años, los días que esté en su Estado. “La muerte de Marielle ha sido uno de los crímenes más sofisticados de la historia de Río de Janeiro. ¿Qué grupo es capaz, en el siglo XXI, de mandar matar a una concejala?”, se pregunta el diputado. “Mientras esto no se solucione no se puede hablar de democracia en Río de Janeiro”. “Los defensores de los derechos humanos no son defensores de delincuentes. Los defensores de los derechos humanos defienden la ley. Y la ley no puede permitir que un grupo tan criminal controle la vida de las personas”, completa Freixo.

En Brasilia, Freixo tendrá como compañero de bancada del partido al diputado Jean Wyllys, que también dijo estar recibiendo amenazas. Él fue uno de los mayores adversarios de Bolsonaro en la Cámara Federal e incluso lo desafió directamente cuando el ahora presidente electo homenajeó al coronel Brilhante Ustra, torturador de Dilma Rousseff en la dictadura, durante la votación para la destitución de la expresidenta, en 2016. Tras las palabras de Bolsonaro, Wyllys le lanzó un escupitajo.

Las amenazas al diputado federal hicieron que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) llamase al Gobierno brasileño a tomar medidas para proteger su vida y a investigar las amenazas. “Es una reacción de la comunidad internacional a la inacción del Estado brasileño ante una situación que se viene prolongando en el tiempo y que, el último año, se ha agravado mucho”, dijo el parlamentario a EL PAÍS. “Las constantes amenazas de muerte que recibo desde hace años, y que han pasado a incluir referencias explícitas a mi familia, se intensificaron durante el proceso de destitución [impeachment] de la presidenta Dilma [Rousseff] y tras el asesinato de Marielle”, añadió. “No puedo ir a ningún sitio sin escolta, la necesito para proteger mi vida, así que es como si estuviera en cautiverio sin haber cometido ningún delito, y encima soy yo la víctima. Eso está afectando mucho a mi salud física y emocional”.

La vida de la antropóloga Debora Diniz, profesora de la Universidad de Brasilia (UnB) que defiende los derechos de las mujeres, también ha cambiado por completo. En los últimos meses ha recibido decenas de amenazas de muerte, hasta el punto de haber sido incluida en el Programa de Protección a los Defensores de los Derechos Humanos del Gobierno y aconsejada a abandonar el país, una decisión que ha acabado tomando. Las acciones contra ella, que trabaja públicamente desde hace al menos 15 años, no son ninguna novedad. Pero dieron un salto de gravedad después de que acudiera al tribunal para defender la despenalización del aborto hasta la duodécima semana de embarazo. “Soy víctima de ataques que ponen en riesgo el sentido de la democracia”, dice en declaraciones a EL PAÍS.

Participación del Estado
“En Brasil, nadie que lucha está protegido. Hay varias medidas que las autoridades han de tomar”, argumenta Jurema Werneck, directora da Amnistía Internacional en el país sudamericano. “Esa clase de amenazas y de asesinatos de los defensores no se producen sin la participación del Estado”, agrega. “Los silenciaron para que esas violaciones [a los derechos humanos] continúen”. En el caso de las amenazas a parlamentarios, como Freixo, Wyllys y Marielle, existe una amenaza extra a la democracia, dado que son “herramientas, independientemente de su posicionamiento político, para su ejercicio”.

Atila Roque, director de Ford Foundation en Brasil y exdirector de Amnistía Internacional en el país sudamericano, coincide en que “todos y todas los que se dedican a luchar por los derechos humanos” en Brasil ya han sufrido alguna amenaza. “Conmigo no fue diferente, y lo que hice fue tomar las precauciones y adoptar los protocolos de seguridad que me recomendaron en su momento”.

En la década de los ochenta, todavía muy joven, Roque trabajaba directamente con conflictos agrarios y convivía con los asesinatos “casi cotidianos” de líderes campesinos, religiosos y abogados que actuaban defendiendo el derecho a la tierra. “Uno de los crímenes que más me marcó fue el asesinato del Padre Josimo Tavares, en 1986, pocos días antes de que nos encontráramos en Imperatriz, Maranhão [noreste del país], donde había quedado con él. Acabé yendo a su entierro”. “Esa también es una rutina en la vida de la juventud de las favelas y periferias, especialmente en la de los jóvenes negros que viven el día a día del racismo y de la militarización de los territorios en el que viven”, apostilla.

Sousa, fundadora de Redes da Maré que actúa en un complejo de favelas cariocas, también ha sido objeto de amenazas en varias ocasiones y cree que la vulnerabilidad de hoy es mayor porque también las denuncias han aumentado. Hay más respuesta y resistencia de quienes son víctimas de una violencia que también provoca el propio Estado. “Después de una operación en la favela, al final siempre hay unas declaraciones oficiales que acaban saliendo en los periódicos y que ponen como sospechosos a los que viven allí. Hoy, gracias a las redes sociales y otros medios, podemos tener acceso a otras voces y probar que las cosas no siempre son exactamente así. Si por un lado es positivo y expone lo que sucede, por otro nos hace más vulnerables”, argumenta. Hay, según dice, un proyecto que “tiene como ideología un enfrentamiento que genera más violencia”, lo que se materializa en una amenaza a la democracia porque “en las áreas de favela y periferias las mismas leyes no son obedecidas o vistas porque es una favela, y las personas no son reconocidas como personas de derechos”.

 

El País | Foto: Ricardo Moraes/Reuters