10 de septiembre de 2018

Estuve la semana pasada en Brasil visitando a mi amigo el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva en su sitio de reclusión en Curitiba. Lo encontré, como siempre, optimista y dispuesto a no cambiar su dignidad por una libertad que no se base en su inocencia.

El sitio de su encierro es modesto y confortable, pero las condiciones de su encarcelamiento son cercanas al confinamiento. Tiene limitadas las horas de sol diarias y las visitas; ninguna posibilidad de comunicación directa; la televisión, reducida a ver los canales que lo persiguen. Pasa en soledad los fines de semana. Aunque sus captores tratan de minarlo moralmente, han fracasado en este propósito. Lula está altivo, positivo, combativo y, como siempre, apasionado por las noticias de los países latinoamericanos. En su ánimo no caben la venganza ni el revanchismo.

Al pie de la cárcel, bajo la ventana del líder, se levanta el campamento del Partido de los Trabajadores (PT), donde miles de personas venidas de todas partes se hallan en permanente vigilia y le gritan: “¡Buenos días!” y “¡Buenas noches!” para que él sepa que están ahí. Me reuní con sus abogados en São Paulo. A Lula lo acusan de haber recibido como soborno un apartamento que ni siquiera conoció. No ha aparecido una sola prueba que demuestre relación suya con el inmueble de cuya apropiación indebida se lo acusa.

¿De dónde viene, pues, el interés por mantenerlo atado a esta acusación sin sentido? La razón es que el juez Sergio Moro, quien adelanta un conocido proceso en que se encuentran involucradas la empresa que construyó el apartamento y Petrobras –el Lava Jato–, decidió usar esta relación para vincular a Lula al proceso general como responsable de una red de corrupción por ser presidente del Gobierno y jefe del PT. Con el expresidente involucrado, convirtió el asunto local en un escándalo mediático internacional. La aplicación de esta teoría del máximo responsable, que fue aplicada para juzgar a los nazis en Alemania, podría llevar a la cárcel por muchos años a los mandatarios latinoamericanos que hoy aparecen involucrados en casos de corrupción por el simple hecho de ser presidentes de gobiernos cuyos funcionarios participaron en actividades corruptas. Es lo que el juez Moro denomina, de manera eufemística, culpabilidad por “corrupción pasiva”. Para mayor paradoja, a Lula se le negó el ‘habeas corpus’ con el cínico argumento de protegerlo, cuando se sabe que el único peligro que corre es el de ganar las próximas elecciones presidenciales. Las encuestas recientes muestran que Lula se acerca al 50 por ciento de los votos efectivos.

No hay norma del debido proceso que no se haya violado en su caso. Se desconoce su presunción de inocencia. No se valoran testimonios a su favor que desvirtúan delaciones negociadas ni se le garantiza su derecho a instancias independientes atendidas por jueces imparciales. Vistos estos argumentos, el Comité de Derechos humanos de las Naciones Unidas pidió la semana pasada al Estado brasileño que, en aplicación del Convenio Internacional sobre Derechos civiles y políticos, permita que Lula, aun desde la cárcel y mientras queda en firme su sentencia, presente su nombre en las elecciones presidenciales de octubre y tenga acceso a los canales que establece la ley para promoverlo. La comisión advirtió que de no hacerlo, se ocasionaría un “daño político irreparable” a su derecho constitucional a ser elegido.

De regreso a Bogotá pensaba yo que el grave dilema que existe hoy en Brasil no es entre Lula y el siniestro excoronel Jair Bolsonaro, amigo de la dictadura militar. El dilema es entre un país más justo, como el que dejó Lula, con treinta millones de pobres menos, y los poderes fácticos representados hoy por el exmilitar, los mismos que tumbaron a Dilma Rousseff de la presidencia y están dispuestos a lo que sea para quitar a Lula y su partido de en medio, como ya le quitaron su libertad. El que más perdería sería Brasil.

El Tiempo