5 de noviembre de 2018

El surgimiento de la fuerza social y política que se expresa en el bolsonarismo no es un fenómeno localizado ni pasajero. Algo se quebró en Brasil, pero se está resquebrajando también en otros países de América Latina y el mundo. El triunfo del uribismo en Colombia y sus crecientes amenazas para cualquier hipótesis de paz es otro hecho crucial que apunta en este mismo sentido. En otros países las derechas pretendidamente “modernas” fracasan. Y en términos más generales, las amenazas de reediciones del fujimorismo y los resultados prácticos de todas las dinámicas de alta polarización generan un in crescendo de violencias.

Las derechas se encuentran en proceso de mutación. Aunque vienen avanzando desde 2015, no siempre logran estabilizar un plan ni generar hegemonías perdurables, como correspondería a una etapa consolidada. En diferentes países se agudiza la polarización. Y aunque en algunos lugares los símiles del bolsonarismo o del uribismo resultan derrotados en las urnas, no se trata de fenómenos pasajeros. Esta “nueva derecha” es uno de los rasgos de esta etapa histórica en la medida en que expresa fuerzas sociales y culturales fuertemente enraizadas en la sociedad.

Con rasgos diferentes pero con fuertes similitudes en el racismo, el sexismo, la misoginia, la homofobia, la xenofobia y en algunos casos el macartismo, la tendencia se replica en Europa y Estados Unidos. Eso indica que esta transformación política y cultural es reflejo de una etapa específica del capitalismo financiero y de la crisis de legitimidad de las políticas neoliberales. El ascenso de derechas con fuertes rasgos autoritarios, que ya triunfaron en algunos países y se convirtieron en fuerzas relevantes en otros, está cambiando el panorama político. Aquello que Nancy Fraser llamó el “neoliberalismo progresista”, ortodoxo en lo económico y respetuoso de las “minorías” en lo cultural, está en proceso de extinción.

En este contexto, las fuerzas populares cometerían un grave error si dieran por descontada la democracia electoral, que puede adjetivarse de “liberal” o “burguesa” pero que no deja de ser una conquista histórica de las grandes mayorías que en muchos países se ve amenazada. Los golpes de Estado en Honduras y Paraguay pasaron sin mayores conmociones y luego sucedió el golpe parlamentario en Brasil. Las cifras de homicidios en México y Colombia adquieren enormes proporciones. El hartazgo ha estado presente tanto en el triunfo de Andrés Manuel López Obrador como en los intentos de construir la paz en Colombia y la excepcional votación de Gustavo Petro, así como en la reacción social que despertó el ascenso de Bolsonaro en Brasil.

AMLO es la esperanza de que México pueda ir a contramano de la tendencia regional y global.

Pero hay que comprender que si antes las derechas podían estar presentes en uno u otro país, ahora su presencia tiende a ser regional. Incluso en países donde la derecha había logrado exhibir un rostro moderno y democrático es urgente abrir un signo de pregunta acerca de las dinámicas que produce la crisis social y la polarización política. Cuando azuzan los estereotipos, cuando construyen a sus adversarios como enemigos, cuando creen que su única chance es la guerra discursiva, se sitúan en el escalón previo a los modelos más extremos: judicialización de la política, politización de la justicia, presos políticos, persecución a opositores, proscripción, impunidad de las “fuerzas de seguridad”, censura, cercenamiento de espacios de comunicación críticos, ataques a las universidades públicas y represión de movimientos sociales; todo esto va configurando un panorama que no puede ser pasado por alto.

Aunque el clasismo, el racismo, el sexismo y el centralismo son parte del sentido común de diferentes actores sociales, hoy amenazan con incrementar su intensidad y convertirse en hegemónicos en varios países. Esto no implica, por supuesto, dejar de analizar los errores producidos durante el “giro a la izquierda” en la región, sino simplemente comprender que, desde los valores democráticos e igualitarios, nunca da lo mismo quién gobierna. Habrá que comprender de los equívocos para fortalecer a las fuerzas democráticas, progresistas y de izquierda.

En este contexto, esas fuerzas sociales y políticas se encuentran ante dos dilemas. El primero es cómo enfrentar de modo articulado el ascenso de estas nuevas derechas racistas o la exacerbación autoritaria de otras derechas. El segundo es debatir intensamente para construir una alternativa viable en términos económicos, sociales y culturales.

El primer desafío es político. El movimiento Ele Não en Brasil lo ha mostrado bien. Se trató de una iniciativa de las mujeres, con importante participación juvenil, donde no había una identidad política común sino una alteridad compartida. Ele Não fue la articulación de heterogeneidades de izquierda y democráticas para enfrentar al otro. El haber sido objeto de las fake news por redes de WhatsApp y sus efectos son una cosa distinta. Es lo que no terminó de lograrse en Colombia y lo que no se asume aún como tarea en otros países. A veces porque ese otro no es percibido como amenazante y otras porque las disputas por la dirección o el protagonismo son tan agudas que impiden la articulación. En el primer caso hace falta una mirada más latinoamericana y global para comprender una tendencia que plantea degradaciones sociales y políticas que amenazan conquistas históricas. En el segundo, se trata del desafío de entender las consecuencias que tendría el ascenso de esas fuerzas no sólo en términos económico-sociales, sino también para la libre expresión y las garantías de las fuerzas que se les opongan.

Este es, entonces, el primer dilema: dejar que esas fuerzas se desplieguen o construir una representación política que exprese la heterogeneidad de quienes salen a la calle contra Bolsonaro en Brasil, contra los planes del FMI en Argentina, por la paz en Colombia y en rechazo al ajuste en los más diversos países. La única solución a ese dilema será la construcción, por cierto trabajosa, de frentes contra el neoliberalismo. O, cuando la amenaza es directamente una fuerza con claros rasgos fascistas, un frente contra la ultraderecha.

Pero incluso si este desafío, ya de por sí difícil, se logra, los problemas no estarán resueltos. En aquellos países donde las izquierdas o las fuerzas populares logren frenar a la derecha y recuperar el poder se abre un nuevo desafío. ¿Cómo gobernar a partir del conocimiento de las experiencias derrotadas? Para eso es necesario un balance, abrir –más que cerrar– un debate acerca del programa y la estrategia política para el futuro, tarea relevante tanto paras las fuerzas que protagonizaron los gobiernos progresistas como para aquellos partidos que cuestionaron diferentes rasgos del neodesarrollismo y se situaron en la oposición.

Renunciar a la necesidad de la unidad frentista contra estas derechas autoritarias sería un grave error, que no sólo pagarán los trabajadores, los excluidos y las clases medias, sino las propias organizaciones sociales y la militancia popular. Por eso las fuerzas que en esta coyuntura cuenten con más votos no pueden sin más imponer su programa y sus candidaturas: cualquier actitud autoproclamatoria es sectaria, sea de la primera o de la cuarta minorías (o de una mayoría circunstancial). En ausencia de una conversación intensa y abierta nunca podrá resolverse el segundo dilema: qué política económica aplicar, cómo fortalecer las conquistas democráticas, qué cambios sociales y culturales son viables en el contexto actual, qué errores no volver a cometer. En fin, cómo gobernar con la oposición de fuerzas de derecha que llegaron para quedarse.

* Antropólogo. Coautor de Mitomanías de la educación argentina, Siglo XXI, octubre de 2014.

El diplo
Foto: Axel Schmidt/Reuters