31 de octubre de 2018

Jair Messias Bolsonaro necesitó una segunda vuelta para ser consagrado presidente, pero el resultado de la primera había sido concluyente. Los electores, que siempre son conservadores en el mundo de las ganancias y audaces en el mundo de las pérdidas, optaron por lo desconocido, por quien declara con furia abominar de todo lo que ellos rechazan o desprecian: ¿el PT? Sólo para empezar.

Los políticos, los partidos, un régimen democrático corrupto e irrelevante. Son los culpables de las pérdidas: recesión, inseguridad, falta de orden, tolerancia.

No es infrecuente la llegada al gobierno, por voto popular, de un elenco expresamente antidemocrático. Y este lo es. La mayoría popular ha confiado la dirección política de la democracia a antidemocráticos que no han ocultado sus predilecciones autoritarias. Aún sin negar abiertamente la institucionalidad constitucional, han sostenido públicamente posiciones que en los hechos dan en lo mismo.

El general Mourão, presidente electo, sostuvo que el gobierno formaría de arriba abajo, a dedo, una convención de notables para redactar una nueva constitución. También anunció que el gobierno declararía, con respaldo militar, el “estado de excepción”.

Fue desmentido por Bolsonaro, pero la inclinación a gobernar fuera de todo escrutinio institucional y republicano es patente. Recientemente, el diputado Eduardo Bolsonaro, hijo del capitán, sostuvo que el Supremo Tribunal Federal podía ser cerrado “con un soldado y un cabo”. Asombra de este exabrupto la noción brutal de que política y fuerza son lo mismo.

La democracia brasileña está a la defensiva. Predecir su futuro inmediato no tendría sentido, pero sí podemos conjeturar sobre él. Algunos especialistas consideran que un estado de emergencia con respaldo militar – y apoyo popular – estaría a la vuelta de la esquina. Examinemos esta alternativa.

Sin duda, el nuevo presidente tiene algunos incentivos a favor de la misma: sus preferencias personales por el mando y no la persuasión, las disposiciones de una parte de la opinión pública, la endiablada complejidad político-institucional brasileña (algo así como un nudo gordiano) y la gravedad de los problemas económicos y sociales, el clima de crisis que justifica el decisionismo.

Pero también hay claros motivos que pueden disuadir a Bolsonaro de semejante aventura. Primero, una decisión abiertamente autoritaria sería un factor de desorden, no de orden. De politización (proto fascista, si se quiere) allí donde la gente quiere despolitización. Sería rechazada por los que no lo votaron pero también, muy probablemente, por gran parte de sus propias bases políticas. En especial, las más recientes.

No olvidemos que tras el primer turno hubo un corrimiento fuerte de dirigentes oportunistas de casi todos los partidos hacia el campo del ganador. No parece que se avengan fácilmente a quedar prácticamente fuera de juego, y otro tanto puede decirse de los gobernadores de la mayoría de los estados, políticamente poderosos pero que no querrán perder capacidad de reclamar por sus presupuestos ante el Ejecutivo. ¿Y las Fuerzas Armadas? Todo es posible, pero apostaría que no. Han ido ganando posiciones y recuperando prestigio, y querrán acrecentarlo (varios entorchados se preparan para instalarse en el gabinete), no ponerlo en riesgo.

Embarcarse en la aventura de un “estado de excepción” sería un salto en lo oscuro y un paso así las dividiría internamente. Y aun cuando los regímenes proto-autoritarios prosperan hoy día en el mundo, el contexto internacional no es favorable a tal experimento en Brasil.

Los Estados Unidos, y la mayoría de los países latinoamericanos, lo verían, dado el peso de Brasil, como un factor de desestabilización. La experimentada diplomacia brasileña no lo aconsejaría. Pero hay otras razones que hacen improbable un régimen de emergencia. Apelando al cinismo, la principal es que existen a la mano alternativas para hacer más o menos lo mismo con guantes blancos.

Un “gobierno delegativo” políticamente es más barato que una democradura o un régimen de excepción. Si Bolsonaro le pone un poco de empeño, una coalición parlamentaria – partidaria que le de sustento quizás estará a su alcance. Esto supone un control férreo, casi unilateral, de la agenda legislativa, mediante proyectos de ley y Medidas Provisorias (que requieren aprobación del Congreso).

Un gobierno hiper-delegativo (a la larga un pantano) sumado a presiones sobre la Justicia, a luz verde para la mano dura, a un papel más gravitante de los militares, al desmonte de políticas públicas progresistas y al establecimiento de otras destinadas a dar satisfacciones/revanchas simbólicas y no tan simbólicas en el plano de la vida cotidiana a los descontentos, los frustrados, los resentidos, los asustados, es un escenario horroroso, pero probable.

La amenaza de violencia extra-estatal alentada por la victoria de quien ha venido echando leña a la hoguera quizás no sea fácil de contener, y la intolerancia va a rivalizar con el deseo de orden. Lo malo es que la oposición llega mal parada y no se recuperará pronto.

Vicente Palermo es politólogo e investigador del CONICET. Presidente del Club Político Argentino.

Clarín

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