24 de febrero de 2019

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El ex presidente Lula fue nuevamente condenado, esta vez a 12 años y 11 meses de prisión, en la acción de la finca en Atibaia. La pena se suma a la de 12 años y 1 mes en el aberrante caso del triplex en el Guarujá. A los 73 años de edad y una condena que suma 25 años, Lula es objeto de una ofensiva judicial que no busca la justicia, sino la venganza y su anulación política. Quieren que muera en la cárcel.

Al asumir temporalmente el cargo de Sérgio Moro, la jueza Gabriela Hardt firmó la sentencia de la finca en tiempo récord, justo antes de ser sustituida: necesitaba entregar el trofeo de su vida. Con el pintoresco concepto de “actos de oficio inexistentes”, sólo terminó el trabajo iniciado por Moro, copiando, por lo demás, partes idénticas de la sentencia del triplex e ignorando los argumentos de la defensa.

El vicio de la acusación es el mismo en las dos acciones: ¿dónde está la prueba de recompensa? Es decir, aun comprobando los servicios prestados por las contratistas en la reforma de la finca de Fernando Bittar –que Lula visitaba con alguna frecuencia– esto no configura crimen, al no haber una medida objetiva de favorecimiento por parte del ex presidente de las contratistas, el llamado “acto de oficio”.

El malabarismo de Moro y Hardt fue intentar asociar esas obras a beneficios obtenidos por las empresas en Petrobras, sin ninguna prueba. Sin verosimilitud, incluso. Como dijo el jurista Afranio Silva Jardim, “por la línea argumentativa de Moro y su clase, Lula tendría que ser” el ‘corrupto’ más idiota de la historia. Primero, por no aumentar su patrimonio. Segundo, por intercambiar pequeñas reformas en inmuebles que no eran suyos por contratos millonarios en Petrobras. Justamente él, señalado en el PowerPoint del fiscal Dallagnol como el “jefe del esquema corrupto”.

Mientras tanto, figuras “secundarias” habrían obtenido recompensas muy diferentes por los mismos beneficios a las contratistas. Aécio Neves  es acusado de recibir 50 millones de reales sólo de Odebrecht, sin contar las elevadas mensualidades que recibia de la empresa JBS. Eduardo Cunha es acusado de recibir 52 millones de reales del consorcio Proto Maravilha, en Rio de Janeiro; mientras Lula es condenado por una reforma de 770 mil reales en un pisucho y más 920 mil reales en una finca que, segun reconoció la propia jueza, no es de su propiedad. Sencillamente, no cuadra. Es evidente la intencionalidad de mantenerlo en la cárcel.

El carácter político de su condena y prisión quedó claríssimo a todo el mundo, haya visto la trayectoria del juez Moro. El hombre responsable de la sentencia que impedía a Lula de concurrir a la Presidencia, cuando era líder en todas las encuestas, y que también hizo pública una delación antigua de Palocci en vísperas de las elecciones para interferir en el juego, se convirtió en ministro de Justicia del principal adversario Lula.

En cualquier democracia del mundo esa secuencia de hechos sería suficiente para hacer sospechosas e incluso anular las decisiones judiciales. La repercusión del nombramiento de Moro por el “capitán” (Bolsonaro) tomó proporciones internacionales. “Bolsonaro promete alto cargo a juez que aprisionó a su rival”, apuntó el británico Times, escandalizando el escarnio que una vez más fue naturalizado por gran parte de los medios brasileños.

Como si no bastara, aun tenemos que oír el argumento de que el ex presidente no está por encima de la ley y por eso debe cumplir su pena silenciosamente. Puede que no esté por encima de la ley, pero tampoco debería estar por debajo de ella. Es lo que ocurre de modo flagrante: el proceso de Lula es tratado como un caso de excepción por la negativa, casi un homo sacer, en la definición de Giorgio Agamben.

Citemos sólo algunos episodios. Poco antes de su arresto, la ministra Carmen Lúcia actuó de modo abrumador para impedir la votación sobre la prisión en segunda instancia, en la que había mayoría consolidada para impedir el arbitrio.

En la víspera del juicio de su habeas corpus, el comandante del Ejército intimidó, por Twitter, al Supremo Tribunal Federal de Brasil con palabras ambiguas acerca de una eventual puesta en libertad de Lula. Las decisiones de un juez del TRF4 (Tribunal Regional Federal de la 4ª región) y de un ministro del Supremo Tribunal Federal que permitían su libertad, aunque temporal, simplemente no se cumplieron y fueron rápidamente suspendidas.

Desde que fue arrestado, una serie de chicanas jurídicas imposibilita a Lula de conceder cualquier tipo de entrevista, derecho extendido a innumerables presos brasileños. El mes pasado, el ex presidente fue cobardemente impedido de asistir al velorio de su hermano. Juzgado por enemigos públicos, completamente silenciado y privado de la despedida de un hermano, Lula es un preso político. Quieren hacerlo morir en la cárcel, situación que está enfrentando con gran dignidad.

El Tribunal Supremo tiene una oportunidad de interrumpir ese absurdo en abril, cuando sea juzgado el tema de la prisión en segunda instancia. Basta con hacer valer lo que dice la Constitución Brasileña. Y, por supuesto, no rendirse a los marcos casuísticos – como una eventual condena a reacción en el STJ – para que la definición no valga para el ex presidente.

La lucha por la libertad de Lula sigue como parte importante de las tareas democráticas que la oposición brasileña tiene ante sí.

 

Carta Capital | Foto: AFP / Heuler Andrey | Traducción: Comitê Lula Livre Barcelona